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Ella: Pensé que te habías arrepentido.
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Yo: Casi…
Sonríe, bebe un coñac, sus ojos
verdes me miran fijamente, se muerde los labios, se pone seria, mira a su alrededor,
ante todo es una dama.
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Ella: Ordené un helado y una Coca Cola bien fría
para ti.
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Yo: (Qué bien me conoces) Gracias.
Llamo al mesero, también necesito
un trago, ordeno un whisky en las rocas. Tengo ganas de salir corriendo. De
pronto, siento su delicado pie escalar lentamente por mi pierna.
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Ella: ¿Has dejado de jugar fútbol?
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Yo: Un poco…
Nos quedamos en silencio, me mira
con malicia pura, su boca es un placer prohibido, el deseo me invade, me arrimo
rápidamente a ella, la beso, es un manjar, disfruto de sus labios como si fuera
la última vez.
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Yo: Vámonos de aquí…
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Ella: Si, te lo ruego…
Estamos a pocas cuadras de su Pent-house
en Cumbayá, su mano desabrocha mi bragueta, arranca los botones de mi camisa,
muerde mi cuello, me cruzo un semáforo en rojo. No me importa nada, soy un
animal, ella lo sabe, eso le gusta.
Corremos semis desnudos por el
parqueadero escabulléndonos de algún vecino entrometido, tomamos el ascensor,
miramos fijamente a la cámara.
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Ella: La cámara…
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Yo: No me importa.
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Ella: A mí tampoco.
Estoy en el paraíso, el sol de
las seis de la tarde revela un paisaje perfecto desde su alcoba. Su lengua
recorre cada parte de mi cuerpo, yo exploro cada lugar del suyo como si fuera
la primera vez.
Blanca como la nieve, se confunde
entre las sábanas, sus piernas largas aprisionan mi cuello, mis manos grandes
toman con fuerza sus brazos delegados, frágiles y suaves.
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Ella: Duro por favor…
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Yo: Así…
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Ella: Si, así, no pares….
“Eres un demonio, eres el amor
peligroso, eres la miel que arde”, me repetía. Su espalda desnuda me sirvió para
tatuar mis dientes sobre su piel. Con mi
pasión escribí mis iniciales y ella a su vez mordió mis labios como si fuera
una animal del bosque. Variamos las posturas y velocidades.
“Debe ser fuerte, debe ser
fuerte”, exclamaba ella. De repente tomó su blusa y la rompió hasta volverla
una tira roja, con la que me vendó los ojos hasta quedar ciego.
Su cama parece una piscina, no
hay lugar que esté seco, en su desnudes están marcadas mis manos, mi espalda es
la jaula de una gata rabiosa.
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Ella: ¿Te preparo algo de comer?
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Yo: Si, por favor.
Caí rendido, me despierto con
frío, ella había desaparecido y desde entonces no la he vuelto a ver. Quizás
regrese en un año, en dos o en tres, quizás nunca.
Pablo Ordóñez
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