¡Me besaste!, exclamó ella,
encendida por un sentimiento más insondable y secreto que el bosque. Era muy
temprano en la mañana. Un fuego delicioso rasgaba la piel de su cuello y ella
era capaz de reconocer vivamente ese temblor premonitorio al deseo, el vértigo de
la sonrisa inesperada, los labios trémulos cuando el hombre la exploraba como
un animal.
Decidió cortar el pan con sus
manos y se estremeció con el silbido del viento sobre las copas de los eucaliptos.
Luego, al terminar ella una
frase, una idea incompleta, él la volvió a besar. Fue así. Breve, ligero. Como el
toque de una mariposa sobre una flor.
Quiso fingir seguridad pero
estaba sorprendida, quiso exclamar alguna frase casual, algo pasajero, pero sus
ojos delataban la seguridad de haber encontrado el inicio de un sendero, la
primera huella primordial y sexual después de su divorcio, aquel largo y crudo
invierno.
Lo que vino después, ella lo
presume como una locura, el desvarío de la piel, el inocente pecado de
permitirse una licencia y capricho para faltar a su oficina esa mañana.
Antes de abrazarse al cuerpo del
extraño y besarlo incandescentemente, él la protegió del frio con su leva de
terno y, con el ansia de un depredador, le quemo la boca a besos. En aquella
soledad, en aquel paisaje yermo, él, atisbo debajo de su sostén negro y hallo
el pequeño botón rosa.
¡Lo has visto!, dijo ella, sonrojándose, pero visiblemente
incendiada: Una madre de una pequeña nena que en el bosque estaba ejecutando a
placer el rol de una señora bien o el de una caperucita de pelo corto y negro.
Era un pezón pequeño, colegial,
un capullo sensible a los labios y al amor, el del costado izquierdo.
¡Eres un atrevido! Es nuestra
primera cita, comentó ella, con una sonrisa retorcida, a punto de besar al
hombre por propia iniciativa. Pero no podía permitirse eso: se había jurado
desde su divorcio, y desde su última experiencia desastrosa de amor, no amar.
Apenas recibir y querer, esperar y ser devorada.
Entonces cruzó sobre el horizonte
un perro lanudo, azotando la lengua al aire todavía frio.
Ladró dos veces. Y el sol empezó
a brillar con más fuerza. Era la hora del desayuno.
Y el hombre bajo a comer:
arrodillado mordió la fresa de ella, y suavemente su redondez turgente.
El pezón brincó, alerta, radar
primoroso del placer.
“Es delicioso y tierno”, decía
él, con los ojos cerrados, raspando con la barba el pecho de ella, que poco a
poco se iba enrojeciendo.
No era una fantasía más de la
mujer, pero ella entrecerró sus ojos y pensó que aquel hombre la iba a gobernar
con la lujuria. Rápidamente su pantalón se humedeció, y ella supo que estaba
cayendo por una deliciosa cañada.
El bosque, impávido y cómplice,
observó: una manta celeste, unos ojos celestes provenientes del río, una tajada
de queso y un cuchillo, jamón de los andes y jugo de naranja, y una mujer
cruzando su pierna sobre el peligro.
Descendieron por el bajo y
ondulado paisaje de la serranía ecuatoriana, una mano tomó la otra.
Luego el bosque se incendió sin
remedio. Pero ellos jamás habrían de
sospecharlo.
Pablo Ordóñez
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