Es increíble como en un momento
puede cambiar tu vida para siempre, de pronto me encontraba en la Av. Simón Bolívar
a más de 110 por hora, compitiendo obviamente. Mi 4x4 modificado, color rojo, rugía
como un animal furioso en cada cambio de marcha, de tercera a cuarta, de cuarta
a quinta, de quinta a cuarta, el pedal hasta el fondo.
Estaba tan cerca de alcanzar al
Prius Hibrido, un escaso metro y medio nos separaba. De repente, los tres
carriles se hicieron dos, íbamos muy cerca el uno del otro, y en un instante
todo empezó a dar vueltas, perdón si no puedo ser más específico en este punto
de la historia, no es que no quiera, mi cerebro eliminó varias escenas de esa
noche.
Las latas se enderezan, los motores
se reajustan y yo… pues yo sigo vivo Gracias a Dios.
Sí, lo admito, soy un demente de la
velocidad, mi corazón se agita cuando escucho el rugir de los motores, no puedo
andar a menos de 90. Necesito sentir esa carga de adrenalina subiendo por mis
venas hasta mi corazón.
Y sí, yo fui el culpable, no me
deslindo de responsabilidades, calcule mal, traté de frenar a más de 100 por
hora, el auto empezó a patinar y a dar vueltas, me equivoque. Sin embargo, pudo
ser peor, en ese micro segundo de conciencia, logre derrapar como si corriera
con un Honda Civic y evité una colisión de perdidas mortales.
A pesar de todo esto, aún sueño con
correr un Barracuda o un Chevy Nova, como olvidar aquel auto de mi abuelo, el Dodge
Charger del 70. La velocidad es como una droga, una vez que la pruebas es muy difícil
que te alejes de ella.
Por el momento, voy a relajarme un
rato, aún no cuelgo los guantes, pero quiero disfrutar de las cosas buenas de
la vida, de mi familia, la mujer que amo y de todas las personas que me
quieren. Pero de algo estoy seguro, volveré.
Pablo Ordóñez
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